En la vida de un hombre hay días buenos y otros no tanto. Es una certeza, es innegable e irrenunciable. Es un hecho, es trascendente e invariable. Culpar a Dios, al destino o a la suerte es cobarde y aunque muy humano, no es de las actitudes que enorgullezcan a la especie.
Lo sabía bien José Joaquín Soto. Un hombre sabio. Se duchaba cada 12 días, usaba boina y el pelo sucio. Apariencia de hombre sabio. Muchos lo juzgaban y hasta lo eludían, pero conocía aquellas certezas que sólo el dolor y la soledad descubren. Aquellas que no se pueden adquirir practicando yoga ni leyendo al psicólogo de moda. Hay que ensuciarse para ser digno. Hay que llorar para demostrar firmeza.
Soto era un roto y muchas veces el aroma que expelía hacía de su compañía un sacrificio. Pero obtenía de la vida lo que a muchos se nos enseña caprichosamente distante: tranquilidad con lo diario. Con lo austero. Con lo mínimo. Con nada y con carencia.
¿Es necesario perder para ganar? ¿Es justo esto? -Lo interrogué una vez-.
Soto me miró con expresión cancina, se encogió de hombros y musitó: La vida no es justa cabro chico.
Acto seguido cruzó la alameda a media cuadra. No esperó la esquina -eso es para niñas- Era un despreocupado y tampoco volteó a mirar. Lo atropelló una micro verde del Transantiago. No hubo toque de bocina ni freno. No hubieron disculpas ni castigos. Nació, gozó y se fue en anonimato.
En una versión alternativa, la micro tan sólo lo baña en barro acumulado en uno de los tantos baches de nuestras calles. Soto lleva su ropa a un albergue para el lavado correspondiente. Allí conoce a una viejecilla de nombre Catalina, se enamoran y pasan el resto de sus vidas jugando canasta.