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Producto en parte de una parcial demanda temporal por parte de asuntos menos relevantes y en parte de una búsqueda de nuevos talentos literarios, hoy publicamos una historia ajena. Puño y letra de nuestra querida Alicia Gazmuri Irrarazabal, próximamente de Acevedo. La foto la elegí yo. Me gustó, es suficiente razón.

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Sonrió. Cada vez que ella sonreía mi mundo se convertía en el lugar preciso en el cual deseaba vivir. Me miró a los ojos. Cada vez que al menos por instantes repetía esta acción, en sus ojos descubría el escenario perfecto en el cual se narrase mi historia.

Nunca mi reflejo tuvo tal brillo, nunca fue tan nítido ni me pareció tan real como en aquellas oportunidades en las cuales lo vi dibujado en sus ojos. Nunca mi nombre sonó tan claro, tan alegre, tan esperanzador como aquellos días en los que disfruté la dicha de oírlo brotar entre sus labios.

Sus movimientos delicados conformaban una oda a todo alegre momento experimentado en el transcurso de una vida. Cierto es que hasta conocer su compañía jamás comprendí realmente el concepto de femeneidad.

La llamaba Maravilla porque era aquella su flor favorita, Maravilla porque era aquella la imagen que en mi corazón representaba. Su apellido fue Plenitud porque no conocía entonces más palabras que describieran el estado de gozo, binestar y confort que acompañaba a la cercanía de su piel y al sonido se su voz.

Muchas veces, habiendo encontrado el amor, o creyendo al menos haberlo encontrado, descubrí en el abrazo de otra al hombre que deseaba ser. Sólo en ella descubrí que aquel que quería y debía ser era precisamente quien era y quien soy.

Era el fiel reflejo de todo cuanto alguna vez tuve la osadía de soñar. Era eso y mucho más, era graciosa, sabia, cálida y comprensiva. No sé si alguna vez cometió un error o se arrepintió de alguna acción. Sé que ni en sueños conceví tal perfección, se que el hecho de que existiese, hablase o respirase en el mismo mundo en que me encontraba, la simple gracia de saberla parte importante de mi vida era ya más de lo que me atrevía a pedir de la vida.

Bastaron 7 minutos de una primera conversación, que no fue la primera, sino sólo lo primera que logro recordar. En 7 minutos descubrí su infancia risueña y soñadora, su adolescencia dolorosa, pero relatada siempre en el contexto de una amistad verdadera y sempiterna. Su juventud deslumbrante, su adultez plena, su vida entera y de nuevo su sonrisa, aquella sonrisa que no fue jamás una simple mueca de los labios; era un guiño, una danza, una sincronía deslumbrante con el viento y el tiempo, una invitación irresistible a ser feliz.

Tal vez sea insustancial, tal vez sólo una ilusión. Sé bien que jamás opté más allá que a ser sólo un admirador más. Pero la ilusión lo vale.

Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

Y esta línea editorial semi-rosa también. Desde hoy volvemos a la esencia se escribir porquería. Porque en marzo publicamos. Sí o sí. O porque quiero y ya. FIN.

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